Octubre de 2011. Siempre octubre. La
tortura comenzó en agosto, tras una noche de insomnio en un sofá en casa de mis
suegros para no molestar el sueño de mi hijo Àlex, entonces un bebé a punto de
cumplir dos añitos.
Durante todas aquellas semanas aguanté el dolor con el estúpido convencimiento
de que ya se pasaría, de que con unos analgésicos lo olvidaría. Debía de vivir
muy agobiado porque decidí buscar ayuda en una de esas amigas con una agenda
plena de buenos, exclusivos, contactos.
Como en aquel adagio, Roser Tiana, mi
conseguidora, es uno de esos personajes que en uno o dos pasos puede abrirte la
casa de Obama. Yo no necesitaba al presidente de EE.UU. Roser me llevó a
alguien mucho más importante, al menos para mis huesos y articulaciones. Quim
Vicent, Joaquim Vicent Sardinero.
Yo le llamo dottore, intentando ponerle
acento piamontés o valdostano. Dottore. «La vida son momentos»: esta es una de
las máximas de Quim. Ponerme en sus manos y en las de su equipo fue uno de
esos momentos para guardar.
Quim Vicent me devolvió a la normalidad.
En pocas semanas sus manos fueron
el remedio para salvarme. No exagero. Recuerdo que tuve la sensación de que
aquel sufrimiento nunca me abandonaría. La habilidad para restablecer la
armonía corporal y las terapias para eliminar el dolor significaron algo parecido
al final abierto de Casablanca: el inicio de una buena amistad, aunque ni Quim
es el capitán Louis Renault ni yo mucho menos Ricky Blaine.
O al revés.
Cuando llegas a la consulta de la Clínica Arvila Magna, te entregas. El dottore
Vicent establece un diálogo con tu cuerpo. Te relajas sobre la camilla. Y el
cuerpo se manifiesta.
«Todo está conectado» es otra de sus máximas.
Todo está conectado. El cuerpo y
la mente. Las muelas y el nervio ciático. El cráneo y el metatarso. La boca y el
ano. No se espanten y lean.
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