Cómo curar antiguas heridas
Todavía hoy puedo verla
perfectamente ante mí, sentada tras la estufa, masticando la pun-
ta de sus cigarros y ensimismada en los recuerdos de su “dorada
infancia y juventud”. Mi propia infancia fue todo menos dorada.
Orden y disciplina fueron en ella los supremos mandamientos. Y
en una vivienda de ochenta y cinco metros cuadrados, en la que
teníamos que convivir ocho personas, apenas si había sitio para
disfrutar de intimidad personal.
Estábamos obligados a funcionar para que la empresa familiar pudiera salir adelante sin demasiadas fricciones.
Pocos recuerdos de mi infancia han permanecido tan vivos
en mi memoria como los viajes en tranvía a la ciudad con mi
madre. Como no teníamos automóvil, estas excursiones me eran
especialmente queridas.
Hace más de cuarenta años, desplazarse
en tranvía era todavía una cosa cómoda. El coche avanzaba dan-
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do sacudidas a paso de tortuga, chirriando al tomar las curvas, y
el conductor extendía en persona los billetes y gritaba, todo lo
alto que podía, el nombre de la próxima estación. Yo podría haber
estado horas y horas mirando por la ventana, sin hacer otra cosa
que observar el colorido bullicio de las calles.
Pero mi madre era
la viva imagen del nerviosismo. Estaba siempre agitándose
inquieta en su asiento de un lado a otro; y sin otro propósito, en
definitiva, que el de llegar a tiempo a la salida, solía siempre
levantarse con una estación de antelación a nuestro destino. Dificultades para moverse no tenía en realidad ninguna, y el tranvía
nunca estaba demasiado lleno.
Pero lo cierto es que ella parecía
sentirse mejor encaminándose a la puerta “en el momento justo”.
Para no estresarse, se causaba involuntariamente todo el estrés
del mundo.
En mi madre había siempre un no sé qué de apresurado. De
niña no recuerdo haberla visto nunca sentada cómodamente en el
sofá, junto a una taza de café o leyendo tranquilamente el periódico. Estaba siempre a la que salta, como un gato que olfateara el
peligro.
Apenas había engullido el último bocado, cuando ya se
levantaba dando un respingo de la silla para empezar a recoger
los platos y lavarlos. Para un abrazo o una palabra cariñosa nunca había tiempo. La tensión constante en que vivía pude percibir-
la claramente de niña, y es probable que yo misma la mamase ya
con la leche materna, como había hecho ella misma con su propia
madre.
Hoy conozco bien su historia. Sé de su estricto e inflexible
padre, un hombre respetado como maestro de escuela y temido
por sus alumnos, a cuyos hijos planteaba demandas especial-
mente exigentes y que bajo ningún concepto toleraba que se le contradijese.
Sé también que mi madre tenía que trabajar sin des-
canso y que la impuntualidad era un pecado mortal a sus ojos.
Había aprendido que “la ociosidad es la madre de todos los
vicios”, por lo que estaba sin cesar en movimiento, incluso cuan-
do no hubiese propiamente nada que hacer.
La semilla del Ambicioso Interno que había en ella se sembró en su primerísima infancia. ¡Primero el trabajo, luego la diversión! Esta frase la había interiorizado mi madre hasta el tuétano. Y trabajo había para dar y regalar. Era para la diversión para la que casi nunca quedaba tiempo.
La divisa “amor por rendimiento” cuenta en mi familia con
una larga tradición. Para mí este asunto se convirtió poco menos
que en una maldición. El día en que, a cuenta de haber asimilado
esa divisa tan pronto, empecé a sufrir graves problemas de salud
y a recaer una y otra vez durante años en una inmovilidad total,
no pude seguir haciendo la vista gorda por más tiempo.
Tras
haber ascendido sin cesar por la escalera del éxito, el colapso
sobrevino finalmente al publicarse el tercero de mis libros. Fortísimos dolores de cabeza y de espalda se convirtieron en mis
acompañantes diarios. Como yo misma estuve espantada que
reconocer, mi amor propio, sobre el que había escrito un libro
entero, se desvaneció de pronto, como si se lo hubiera tragado la
tierra, justo cuando más lo necesitaba.
Estaba desesperada. ¿Es
que nunca iban a desaparecer aquellos dolores? Mi interior era
como un campo de batalla, en el que se trababan sangrientos
combates. Me odiaba a mí misma por no poder de pronto seguir
trabajando como estaba acostumbrada a hacerlo.
Estaba furiosa,
porque mi cuerpo se negaba a seguir obedeciéndome. Y avergonzada, por tener que renunciar una y otra vez a todas esas fantásticas ofertas para dar conferencias y seminarios por los que duran-
te tantos años había luchado. Vulnerabilidades, miedos y demandas de seguridad hasta entonces obligadas a vivir ocultas en las
profundidades, coparon el primer plano.
Mi Niña Interna gritaba
con fuerza; la había ignorado por completo todos esos años,
negando sus necesidades. Las estrategias defensivas que hasta
entonces había empleado con éxito para no tener que percibir mi
propia vulnerabilidad, dejaron de funcionar.
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